EL ABOGADO, HOY

Por Manuel Valentín-Gamazo de Cárdenas
Abogado Laboralista
Vocal de Formación de la Junta Directiva de Unión de Abogados


Conferencia pronunciada en el acto público de presentación de Unión de Abogados

 
El intelectual francés Louis Pauwels publicó hace veinticinco años un libro delicioso denominado Carta Abierta a la Gente Feliz, del que tomo prestada, y adapto a mi arbitrio, una ocurrencia que viene muy al caso. Mi tatarabuelo era notario y abogado en Valladolid hace siglo y medio. Si resucitase, si saliese de su tumba y visitase el despacho de abogado de su tataranieto en Madrid, no saldría de su asombro al ver que, con un pequeño instrumento negro que nos ponemos en la oreja, mantenemos conversaciones con nuestros clientes en otro continente; que ya no hay copistas ni pasantes haciendo copias de los escritos, pues éstas salen de una máquina en el número preciso con apenas un zumbido; que en una pantalla de cristal de una caja de color claro aparecen la jurisprudencia, los escritos y los mensajes de clientes y colegas; que, en fin, presento y recibo escritos y resoluciones judiciales a través de otro artilugio al que atribuimos la denominación de fax. Que he salido al amanecer en un extraño artilugio que vuela, he celebrado un juicio en Barcelona, he tomado de nuevo el aparato volador y, al final de la mañana, he celebrado otro juicio en Madrid. Habría que presenciar el gesto de asombro y perplejidad de aquel ilustre abogado decimonónico.

Pero mayor sería su sorpresa cuando constatase que, a pesar de todos los avances y cambios, sigue habiendo órganos judiciales que pierden expedientes, sigue tardándose en algunas jurisdicciones seis u ocho años en resolver un pleito, o también que sigue habiendo abogados a los que se nos pasan los plazos.

La conclusión de todo esto es que para describir o caracterizar al abogado de hoy no es suficiente ni válido el registrar los medios y la parafernalia de la que se sirve para el ejercicio de su profesión.

Pero tampoco quiero ceñirme a descubrir cuáles hayan de ser las metas o los fines de tal ejercicio, pues corro el riesgo de incurrir en posiciones románticas o utópicas, por muy seductoras que sean.

No podemos eludir la realidad. Por eso, para empezar, digamos que no es éste un buen momento para la abogacía.

Constatamos, por un lado, que el servicio que prestamos los abogados es necesitado y demandado por los ciudadanos. Por eso hay 190.104 estudiantes en las Facultades de Derecho de toda España, y hay más de 25.000 abogados ejercientes en el Colegio de Madrid. Pero, por otro lado, no podemos desconocer que no tenemos buena fama como tal profesión. No se nos quiere. Se cita a los abogados como una maldición. En fin, no hay correspondencia entre la necesidad y utilidad social del abogado y el juicio y estimación social que se tiene del abogado.

Esto no es nuevo. La historia nos muestra un movimiento pendular en la aceptación o rechazo del abogado. En la Roma y Grecia clásicas, la abogacía es un honor, una actividad digna, muestra de prestigio social y reservada a altas personalidades. Demóstenes y Cicerón son los arquetipos.

Muy al contrario, en el Derecho Germánico, no son queridos los abogados. En la Ley IX, Título II del Libro II de nuestro Fuero Juzgo se sanciona al que "da el pleyto a algún ome poderoso que por su ayuda daquel poderoso pueda vencer a su adversario", e igualmente se sanciona, aunque más levemente, al que diere el pleito a "siervo o libre de menor guisa".

Pero, al retornar el Derecho Romano en el siglo XIII, la cosa cambia. En la Tercera de las Siete Partidas del Rey Sabio, bajo el epígrafe De los Abogados se regula con precisión y alabanza el ejercicio de los bozeros, distinto del de los personeros, antecesores de los procuradores. Y allí se dice que "el oficio de los abogados es muy provechoso para ser mejor librados los pleytos". "Por ende, tuvieron por bien los sabios antiguos que fizieron las leyes, que ellos pudieran razonar por otros (...) de guisa que los dueños dellos por mengua de saber razones, o por miedo, por vergüenza o por no ser usados de los pleytos, no perdieran su derecho".

Pero la mala fama enseguida se cierne sobre los abogados. El Siglo de Oro es pródigo en referencias negativas. Góngora ("Oh tú, de los bachilleres / que siempre en balde has leído / y más pleitos has perdido / que una muchacha alfileres...") y Quevedo ("Señor mío (...) cuando nosotros ganemos el pleito, el pleito nos ha ganado a nosotros (...), pues ha vivido de revolver caldos, acomódese a cocinero y profese de cucharón") son portavoces del crítico sentir popular sobre la abogacía.

Pero vengamos al hoy. Para mí que la mala fama de los abogados deriva de una asociación entre abogacía y conflicto. Pero debemos dejar sentado que, frente a la maledicente opinión contraria, el conflicto nos precede. El abogado es un fiel reflejo de la sociedad, y no al revés.

La vida social es, por naturaleza, conflicto. Fue Ihering quien definió con precisión el dilema del ciudadano que ha de escoger entre la paz y el derecho, para al final propugnar la tesis de que debe ser sacrificada aquélla a éste, si el ciudadano quiere vivir en dignidad y justicia. Lo que ocurre es que en Occidente gran parte del conflicto, individual y colectivo, no se nota, y ello, entre otras causas, porque en nuestro estado de civilización y cultura el conflicto se ha desradicalizado y se ha codificado, es decir, se ha sometido a la Ley y al Derecho, que es a través de donde se busca y encuentra solución. Allí es donde aparecemos los profesionales del Derecho en general, lo cual no significa que el conflicto no exista, sino que sobrevive en forma de iceberg, con la mayor parte de su volumen oculto bajo la superficie visible. Bajo lo aparente, subsisten las patologías individuales y sociales.

Además hay un fenómeno sociológico y político que afecta al conflicto. La sociedad es cada vez más estamental y corporativista por la insuficiencia participativa del sistema de partidos políticos, lo que hace que afloren intermitentemente conflictos disruptivos provocados por minorías étnicas, movimientos vecinales, agrupaciones de damnificados, separatismos territoriales, etc. En definitiva, son los particularismos (Ortega), con comportamientos estamentales e incluso tribales, como alumbrando una nueva Edad Media (Berdiaef).

Estos emergentes conflictos de nuevo cuño provocan ciertas consecuencias que, a su vez, explican el protagonismo de los expertos en Derecho:

- La codificación del conflicto se logra a través de la regulación de los comportamientos. Todo se legisla, y se legisla demasiado. Hay una hiperlegislación. Hace veinte años las leyes de un año cabían en dos tomos anuales de Aranzadi. Hoy son cuatro o cinco.

- Las leyes se hacen complejas y técnicas, no estando su comprensión y entendimiento al alcance de los ciudadanos de a pie.

- La vida privada y pública se judicializa. A ello contribuye la ambigüedad de las normas (entre otras razones por ser fruto de pactos y consensos) y la lucha de las minorías políticas que buscan vencer en los tribunales lo que no alcanzan en las urnas. A su vez, esto trae la politización de la justicia, con aumento del poder normativo de los jueces y la aparición de los jueces estrella.

Todo lo expuesto confirma la tesis inicial de la necesidad social de disponer de servicios de asistencia y asesoramiento jurídico. Por eso, lo razonable sería concluir que, si aumenta la necesidad y la demanda de estos servicios, estamos ante un buen momento para los abogados.

Pero, a mi juicio, lo que sucede es que este incremento de la demanda nos ha cogido con el pie cambiado, a contratiempo. Es decir, no podría hablarse de crisis de la abogacía, sino de devaluación o minusvaloración de la abogacía. Aceptado este hecho, debemos indagar las causas, lo que no es pequeña tarea.

Sin ánimo exhaustivo y a título meramente indiciario, yo registro algunos fenómenos que se dan en la abogacía de nuestro tiempo que, si no constituyen la causa generadora de la poca estima social del abogado, al menos no contribuyen a mejorarla. Veámoslos:

• Progresiva desprofesionalización de la abogacía. A ello contribuye la abogacía a tiempo parcial o la prestada por cuenta ajena dependiendo de una empresa, de organismos públicos o instituciones. Pero, sobre todo, el ambiente social vacía de espíritu vocacional a todas las profesiones (médicos, arquitectos, abogados...) que ya no viven su profesión.

• Despersonalización de la abogacía. Provocada por el incremento de los despachos colectivos, empresas de servicios jurídicos, asesorías corporativas (de sindicatos, de asociaciones patronales, etc.).

• Deformación profesional provocada por la especialización. La complejidad del Derecho hace inevitable el especializarse, y entonces el jurista pierde la perspectiva global, la visión conjunta de toda la problemática del cliente.

• Derivación de los abogados hacia la figura de gestores de negocios, reduciendo el componente jurídico de su actividad, solapándose y confundiéndose con otros profesionales (economistas, asesores de seguros, gestores administrativos, etc.). Esto ha abierto a su vez la brecha del intrusismo.

• Masificación. Traída por la inflación de Facultades y centros universitarios públicos o privados, por el desempleo y por una inexistente política de orientación profesional a los adolescentes en la fase del Bachillerato. A su vez, la masificación trae otros males que afectan al espíritu colegial, como son la falta de solidaridad y compañerismo y el enfriamiento de las relaciones entre letrados, que no se conocen ni se reconocen.

• Escasa cultura humanística, que es vicio generalizado del sistema educativo, no compensada por el notorio incremento de conocimientos tales como los técnicos o idiomáticos de los nuevos abogados. El Derecho es una ciencia cuya materia es el hombre y la sociedad y, si prescinde de este basamento, el abogado se hace acreedor de los calificativos peyorativos de leguleyo o de picapleitos.

• Supresión de la intervención de letrado en ciertos órdenes jurisdiccionales. Este hecho no es nuevo, pues ya se daba en ciertos procesos sencillos, y en especial en el orden social, en el que en la fase de instancia no es precisa la intervención de letrado por muy complejo y cuantioso que sea el asunto. Conocido es que mi especialidad es el Derecho Social en general y que uso de vestir la toga casi todas las mañanas del año en los Juzgados de ese orden jurisdiccional y puedo afirmar con conocimiento de causa que en la inmensa mayoría de los procedimientos interviene un letrado, siendo rarísimos los casos en los que las partes acuden sin él. Pero, siendo esto cierto, no lo es menos que este hecho ha abierto la puerta a otros colectivos de profesionales en detrimento de los abogados y, en no pocas ocasiones, en perjuicio de la eficacia y el rigor jurídico. Hoy este extremo se presenta con tintes más sombríos ante la puerta que abre el Proyecto de Ley de Enjuiciamiento Civil, ya en su tramitación parlamentaria, a esta posibilidad de comparecer en juicio sin letrado. En esto no cabe sin adherirse a las palabras de Sentís Melendo, citado por nuestro Decano Luis Martí Mingarro en la revista Otrosí, que dice que "la experiencia de las diversas naciones y épocas revela hasta la saciedad que la supresión y aun la mera oficialización de la abogacía han acarreado inconvenientes y abusos incomparablemente mayores que los derivados de su ejercicio". Si alguna apostilla cabe es retornar a las palabras del Código de las Partidas que más arriba reproducíamos y que sostienen la misma tesis y parecer.

• Desequilibrio real del abogado, rayano en la subordinación, frente a otros profesionales de la Justicia: jueces, secretarios, notarios, registradores, inspectores de toda laya, etc. Nada que discutir al juez, pues por esencia se posiciona por encima de las partes y, lógicamente, por encima de los letrados. Otra cuestión es cómo ejerce su autoridad en la práctica, pero ésa es cuestión ajena a esta conferencia. Por el contrario, no hay base ni social, ni moral, ni legal de ningún tipo para esa superioridad, que no siempre es superioridad en el conocimiento, con la aquellos otros servidores públicos se relacionan con los abogados. No es sino un desprecio injusto e injustificado a la función constitucional de defensa que el abogado desempeña. Cabe aquí recoger una deliciosa reflexión del ilustre Leopoldo Alas Clarín, que prologó en 1881 la edición castellana de La Lucha por el Derecho de Ihering, que citábamos más arriba. A los funcionarios que antes he citado los denomina "tentáculos del poder" y, aunque su legitimidad nadie la discute, de ellos dice que "en manos de estos dioses menores del Estado se encuentra casi siempre a todas horas el derecho de cada vecino".

• Y, por último, mencionaré la degradación estética. Y no es que sea aberrante el que un letrado acuda a informar ante un tribunal en zapatillas deportivas y vistiendo ropa informal. Afortunadamente estamos lejos de la ridícula figura del abogado que recogía Quevedo en La Hora de Todos ("un letrado bien frondoso de mejillas, de aquellos que con barba negra y bigotes de buces traen la boca con sotana y manteo"). A pesar del respeto que me merecen los gustos de cada quien a su propio estilo, entre otros motivos porque deseo que se respete el mío propio, quiero romper una lanza a favor del abogado caballero, aunque no esté de moda. Desde Lucaks para acá algo tiene que ver la ética con la estética. Comportarse como un caballero o concertar un acuerdo entre caballeros implica toda una carga moral. Me atrevo a adaptar al abogado lo que Oscar Wilde afirmaba de los funcionarios ingleses, "lo importante es que sea un caballero y, si no lo es, cuando más sepa, peor". Ya decía nuestro Fuero Real en el siglo XIII, inmediato antecedente de las Partidas, que "todo hombe que fuese bozero (abogado), razone el pleyto estando en pie levantado (...) e después que fue dado el juicio razone apuestamente su razón; e no denueste ni diga mal al Alcalde, ni a otro; salvo aquello por que puede mejorar en su razón (...) e quien contra esto ficiere no sea jamás bocero en ningún pleyto por otro".

Hasta aquí los lamentos. Parecería que no hay horizontes abiertos, espacios más luminosos y sonidos más armónicos. Sí que los hay. Y, por ello, voy a dedicar la recta final de esta ponencia, a algo que es indiscutiblemente actual, que es repasar las razones por las que hoy, aquí y ahora, yo, el que les habla, soy y quiero seguir siendo abogado. Y vaya esto por los más jóvenes de los asistentes, por si fuera útil a la llevanza del camino que acaban de emprender.

Hoy quiero ser abogado porque la abogacía es lucha y es acción. No la acción que es barbarie, sino la regida por el pensamiento. Martínez Val, a quien inevitablemente sigo de cerca en toda esta conferencia, dice que, si clasificamos a los intelectuales entre contemplativos y hombres de acción, éstos últimos por excelencia somos los abogados. El del abogado es casi siempre un trabajo de antagonismo, intelectual por excelencia, se entiende. Sus armas son la persuasión, compuesta de técnica y de convicción. También la acción del abogado consiste en mantener una tensa vigilia. El abogado nunca puede bajar la guardia, porque acecha el contrario, acechan los plazos y acechan y sorprenden los cambios normativos y los bandazos de la jurisprudencia. La abogacía no es fácil ni es cómoda. Se tardan muchos años en consolidar los despachos, y se corren riesgos. No más ayer el letrado que ahora les habla, que actuaba en la estricta función de abogado de una empresa, hubo de ser escoltado por el servicio de seguridad del SMAC frente a las amenazas violentas de una manifestación de apoyo a la parte contraria del pleito.

Hoy quiero ser abogado porque la abogacía es compromiso con la sociedad y con la humanidad. Hago mía la Declaración de Nueva Delhi de 1959 de que es función de los abogados el "mantener incluso frente a desviaciones doctrinales del poder legislativo la dignidad del hombre y sus derechos". Valgan para ilustrar ese papel del abogado desde la autodefensa de Sócrates hasta la de Dreyfus, por no citar casos actuales cuando todavía hay apasionamiento.

Hoy quiero ejercer de abogado porque la abogacía es libertad. En primer lugar, libertad moral, frente a uno mismo, pues resulta esencial sentirse libre de las ataduras de la propia conciencia. En segundo lugar, libertad ante el cliente, lo que nos podrá permitir rechazar propuestas que nuestra deontología no toleraría, o rechazar la llevanza de su pleito si perdemos la confianza en él, tan importante como la suya en nosotros. Y, por último, libertad frente a la autoridad, la judicial o cualquier otra (los dioses menores que más arriba referíamos). Eso sí, se paga un alto precio por esa libertad, que es la íntima y radical soledad del abogado en los momentos cruciales de su función.
Insisto en ejercer hoy la abogacía porque ésta es la realización del Derecho, pero "en orden a la Justicia", como reza nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial. El abogado no hace la justicia, pues ni siquiera la hace el juez. Nosotros simplemente la pedimos ("es justicia que pido..." como decimos a diario al acabar nuestros escritos). Y, entre las distintas acepciones de justicia, la que provocamos es la justicia legal, pues carecemos de legitimidad y soberanía para imponer el Derecho a los demás. Ahora bien, no olvidemos aquello de Ossorio y Gallardo, ilustre Decano de nuestro Colegio madrileño, en años cruciales para la profesión, de que "el que no tenga más imaginación y guía que las leyes es un desventurado ganapán". Sí. Es cierto que con frecuencia nos creemos verdaderos adalides de la justicia, pero como dijo otro abogado ilustre, muerto trágicamente en nuestra guerra civil, "el juego impasible de las normas es siempre más seguro que nuestra apreciación personal, lo mismo que la balanza pesa con más rigor que nuestra mano". El abogado no hace justicia como el médico no da la vida, pero ambos pro-fesan por lograr esa meta.

Hoy ejerzo la abogacía porque la abogacía es ética. Y, como decía antes, bueno será que la ética esté también revestida de estética. Por esencia y por sustancia, la abogacía obedece a un código. Sólo así es posible y entendible que lo pactado entre dos letrados tenga el valor de lo sagrado, aunque no esté escrito. Sólo así es explicable y exigible el secreto profesional. Sólo así es posible la relación de confianza entre abogado y cliente. Por esta razón, cuando la abogacía deja de ser la más noble de todas las profesiones se convierte en el más vil de todos los negocios.

Hoy ejerzo la abogacía y ello me gusta porque la abogacía es técnica. También es ciencia, pues la abogacía es juridicidad. No a todo abogado se le puede calificar de jurista, y ello no le desmerece, pues libremente no hizo la opción por la actividad especulativa e investigadora del científico. Pero tampoco está impedido para serlo. Y, con ese fondo de ciencia, lo que sí tiene la abogacía de hoy es técnica, ciencia aplicada. Lo que en otros tiempos fue la Retórica y la locuacidad hoy está equilibrado con los nuevos métodos y las nuevas formas. Hoy ya no es inteligible esta profesión sin la informática, la telemática, las lenguas extranjeras y los apoyos de otros profesionales de la economía, la medicina o la ingeniería. Y ello abona la especialización, siempre dolorosa, como ya vimos, pero seguramente inevitable.

Y, por fin, soy abogado, porque la abogacía es servicio. Se atreve Martínez Val, con cita de Platón, a decir que la abogacía es poesía. Qué exceso. Pero todos sabemos que esta profesión tiene belleza, aunque a veces no lo parezca, porque nos pesan más los fracasos y los malos ratos. Hay que querer buscar y saber encontrar esa bellísima flor pequeña entre la maraña de los papeles. Pero el secreto está en que nuestro oficio nos brinda cada mañana un motivo para vivir, que no es otro que saber que hay otros, prójimos, próximos, a los que podemos ayudar a ello. Que si entraron en nuestro despacho agobiados por la pesadumbre de su caso, salgan de él ligeros por la esperanza de una solución o libres por haber asumido en paz los riesgos de un éxito imposible.

Éstas son, pues, mis razones. Confío en que les hayan servido también a ustedes.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

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